Salsa Heavy Metal: Rock y mercadeo transformaron la salsa en espectáculo Featured

Músicos no cocineros. Fania All Stars en Venezuela en 1980. Primera fila: Yomo Toro, Roberto Roena, Papo Lucca, Adalberto Santiago, Johnny Pacheco, Reynaldo Jorge, Ismael Miranda, Puchi Boulong, Luigi Texidor, Leopoldo Pineda, Héctor Lavoe. Segunda fila: Anibal Vasquez, Eddie Montalvo, Rubén Blades, Pupi Legarreta, Santos Colón, Ed Byrne. Tercera fila: Juancito Torres, Sal Cuevas, Pete “El Conde” Rodríguez, Celia Cruz, Cheo Feliciano, Nicky Marrero, Hector “Bomberito” Zarzuela. © Izzy Sanabria

Ignorados por el público actual, quien ve a Johnny Pacheco o a Izzy Sanabria diría que son unos abuelos más de esos sin muchas historias que contar y tiempo de sobra para cuidar nietos. Sin embargo, los hombres son leyendas vivas que en los años setenta cambiaron la forma en que el ritmo afro-cubano conocido como salsa era percibido por el público. Convirtiéndolo en una influencia musical válida, interesante y por sobre todas las cosas, mercantilmente viable. Como todo, nada dura para siempre, pero el legado de su aventura es imborrable.

Pacheco es uno de los últimos de una raza en extinción. Miembro de un grupo de pioneros por cuyas filas desfilaron talentos de la talla de Tito Puente, el Papo Lucca, Mongo Santamaría, Chano Pozo, Yomo Toro, Ismael Miranda, Héctor Lavoe, Oscar de León, Pete “El Conde” Rodríguez y la inolvidable Celia Cruz.

Aunque la salsa en estado puro ya existía desde mucho antes de Pacheco, de alguna manera él la revolucionó cuando, junto al estadounidense Jerry Masucci, fundaron Fania Records en 1963. La idea era promocionar la música latina en el mercado juvenil —de la manera en que lo hacía el rock & roll— con bandas que él mismo se encargaría de descubrir y producir. La idea era crear una moda.

Masucci era un abogado que tras pasar una temporada como asesor en La Habana se había enamorado de la música caribeña. En el negocio él se encargaría de los números y los contratos, Pacheco del talento. El trabajo de distribuir discos en las tiendas de Manhattan se lo repartieron entre ambos. Esto consistió en caminar de tienda en tienda con discos debajo del brazo para dejarlos a consignación y muchas veces venderlos desde la maletera del carro cuando veían que en las tiendas nadie se los llevaba.

Fueron tiempos duros y ninguno de los dos imaginó que por dos décadas —según cuenta la leyenda— los equipos de grabación en los estudios de Fania no se apagarían ni un día.

Lenta pero progresivamente sus artistas empezaron a llamar la atención y generar público, sobre todo gracias al increíble nuevo sonido que Pacheco le imprimía a sus producciones. Había dejado atrás los violines y la flauta del sonido tradicional cubano para poner al frente la percusión y los metales. Pacheco y Masucci tomaron la música cubana y le dieron un giro de noventa grados, convirtiéndola en algo más agresivo. Con influencia de otros ritmos como el puertorriqueño —y aunque suene a disparate— el del rock & roll (del que tomaron la idea de poner la sección rítmica en primera fila) Pacheco y Masucci convirtieron la salsa en un espectáculo de multitudes.

Pacheco y Masucci creían que si la salsa se hacía visible a través de espectáculos multitudinarios aumentarían las ventas de discos. Y para aprender como las grandes bandas daban sus conciertos en vivo asistieron a los conciertos de los que sabían cómo hacerlo: los Rolling Stones y Kiss. Hacia mediados de los años setenta la influencia era innegable: Papo Lucca colgaba del techo amarrado a un piano que giraba en el aire y Héctor Lavoe bajaba del cielo en el Madison Square Garden mientras cantaba “Mi Gente” rodeado de una nube de humo artificial. “La forma en que yo me sentía es que estos latinos que venían a vernos, venían a ver un grupo de rock también. Y nunca los defraudé”, confesó Pacheco en una entrevista.

Y el dúo Pacheco-Masucci dio el clavo. El objetivo de los ritmos afro-cubanos hasta entonces era bailar. Y esto mantenía al género encerrado entre los confines de los night-clubs y salas de baile del mundo. Esto no era malo, pero como negocio significaba una verdadera traba. Mientras Pink Floyd era capaz de llenar un estadio con 20.000 personas, cualquier promotor de música latina debía organizar, en el mejor de los casos, veinte conciertos para igualar esta entrada.

A comienzos de los años setenta la salsa como fenómeno empezó a llenar páginas en los periódicos de todo el mundo, incluyendo en Latinoamérica y el Caribe, donde el fenómeno, irónicamente, había sido ignorado. Y el hombre responsable por conceptualizarla y promoverla como género y arte fue Izzy Sanabria. Un artista gráfico puertorriqueño que se convertiría en el embajador, maestro de ceremonias y promotor oficial de todo lo salsoso.

Aunque él mismo ha dejado en claro que es muy joven como para atribuírsele la palabra salsa, él fue el responsable de popularizarla. Izzy era de la opinión que el término “Latin Music” era demasiado general como para describir al género porque así se llamaba a cualquier cosa que venía de Latinoamérica y el Caribe.

Por lo que tras fundar la revista de farándula salsera, Latin NY, y convertirse en el experto por excelencia del ritmo, cada vez que era consultado acerca del fenómeno la respuesta siempre comenzaba de la misma manera: “La salsa es…”. En realidad todo era una cuestión de mercadeo. Sanabria esperaba capitalizar en el fenómeno, vender más revistas, conseguir más contratos para diseñar carátulas. Pero como usualmente pasa, las consecuencias fueron más allá de lo que jamás pudo imaginarse.

Pero no todo fue color rosa. Los tradicionalistas consideraban al ritmo —cuando menos— como impuro. Casi siempre, como nada original. Contradiciendo a Sanabria, el mismísimo Machito declaró que la salsa no era nada nuevo y que era lo mismo que habían estado haciendo en Cuba desde hacía décadas. Tito Puente por su parte argumento que él era músico y no cocinero. Pero la realidad era que la salsa era un género completamente novedoso, nacido, les gustase o no a los músicos latinos, del crisol cultural que era la ciudad de Nueva York. Antes de morir Puente le daría crédito a Sanabria al decir que —tras años de negarse a aceptar el nombre— por fin había aprendido a aceptarlo “porque donde quiera que viajo, encuentro mis discos bajo la categoría de salsa”.

Puente tardó décadas en darse cuenta de algo que el público había hecho hacía tiempo; cuando en 1973 Sanabria presentó el programa “Salsa” en la televisión neoyorquina ya todo el mundo sabía de qué se trataba. Le gustase a quien le gustase.

Mientras tanto, Fania seguía su camino histórico. Con las presentaciones en vivo vinieron los cambios de imagen y la forma en que los músicos se presentaban ante la prensa. Los atuendos, las personalidades, la farándula. Con esto la revista Latin NY se convirtió en la biblia de la salsa. Y al igual que Led Zeppelin o Pink Floyd, las carátulas de los discos se convirtieron en obras de arte que llamaban la atención de los compradores.

Izzy Sanabria diseñó muchas de las carátulas más celebres de Fania y hasta la imagen peligrosa de Willie Colón. Incluso organizó las protestas gracias a las que la Academia Nacional de la Música Estadounidense finalmente incluyó la salsa dentro de una categoría en los premios Grammy.

Pero los cambios y las influencias no terminaron allí. Cuando The Who sacó a la venta su opera rock “Tommy”, Larry Harlow —uno de los primeros miembros de Fania se dio a la tarea de hacer lo mismo pero con salsa. La primera opera en salsa se llamó “Hommy”. Tina Turner en “Tommy” era la “Reina del Ácido”. Celia Cruz se graduó en “Hommy” como la “Reina de la Salsa”, nombre con el que se le conocería hasta su muerte.

Anécdotas abundan de esta época. Los jóvenes latinos en los Estados Unidos, que hasta entonces se identificaban musicalmente según la edad, empezaron a hacerlo por su origen. Había algo que les pertenecía y que era tan grande y valioso como lo era el rock & roll que hasta entonces escuchaban. Algo que los hacía iguales en un país de desigualdades, una cultura, un tipo. Algo que decía lo mismo pero de otra manera. Un género que no decía Love, que decía Amor, Sabor, Ritmo. Palabras intraducibles en contexto. Y lo más importante de todo, algo con poder de expansión, de mezcla, algo aceptado por todos, incluyendo los no latinos. Algo que cabía dentro de las corrientes políticas y culturales de la época. La cultura hippie, los derechos civiles, la oposición a la guerra y sobre todas las cosas la lucha del hombre contra la vida dura de las grandes urbes como símil de la lucha contra el sistema en general.

Así, Larry Harlow, quizás el músico que llevó su polinización musical a los extremos más absurdos y hasta cómicos, cuando Black Sabbath incluyó en su disco “Paranoid” el sencillo “Electric Funeral”, no esperó mucho antes de titular un disco en honor al equipo de Ozzy Osbourne. Su nombre: Harlow El Eléctrico. Musicalmente los separaba un universo, pero sus carátulas e indumentarias hablaban de gente que vivían en el mismo mundo y que eran iguales aunque diferentes como profesionales.

Harlow era estadounidense —hijo de judíos— pero la influencia de la música anglosajona en los jóvenes latinos en los Estados Unidos también era evidente. Ismael Miranda cuenta que “de chamaquito y en la adolescencia, yo era roquero… Había muchos grupos de armonía, de cuatro o cinco personas y de otro lado estaban los solistas como Elvis Presley y Paul Anka”. Rivera formó parte de varios grupos de rock con los que se presentó en Nueva York durante su adolescencia.

Como con Harlow, el sonido de la música latina atrajo la atención de músicos de todo tipo. En el rock, Santana había hecho su parte en promocionarla. Pero fue en realidad el jazz y el blues los que definirían su sonido. Ya existían varias corrientes experimentales como el acid jazz o el latin funk, donde los miembros de Birdland —el club por excelencia de la música negra— y los del Palladium —el club de los latinos— rompían barreras raciales y geográficas a través de un idioma único y con resultados desde cualquier punto de vista excepcionales. Los trabajos en conjunto de Tito Puente y Dizzie Gillispie —entre otros— han adquirido con el tiempo dimensiones legendarias.

Antes de Fania otro ritmo había intentado alimentarse del mercado latino y hacer el crossover hacia el mercado estadounidense, el boogaloo. Una mezcla de jazz, funk, rock y ritmos afrocubanos que gozó de un éxito parcial a mediados de los años sesenta. Pero los veteranos simplemente lo tacharon como “música latina que no era latina”. Como una abominación que corrompía los principios fundamentales de los ritmos latinos.

Este rechazo provocó una búsqueda retrospectiva de las raíces de la música caribeña. Fenómeno que, por cierto, no era único. El rock, el jazz y el blues hacían lo mismo y durante los años sesenta y setenta, todos juntos, por diferentes caminos, trazaron sus orígenes hasta lo más profundo del corazón africano. Para la música estadounidense lo más cercano a esto quedaba en el sur: Louisiana, Carolina del Sur y Virginia. Para los latinos este origen ya había explotado en una isla no muy lejos de allí: Cuba. Pero a Virginia se podía ir tranquilamente. Cuba estaba cerrada por el embargo comercial con los Estados Unidos. Por lo que los sonidos nacidos en Nueva York, tuvieron que conformarse con lo que ya existía en suelo estadounidense. Y del mezclote de influencias nació el sonido original de La Fania, que eventualmente se llamaría “The New York Sound”.

Al igual que en el caso de Sanabria, la búsqueda de Pacheco no era tan filosófica. Ya él había sido músico por bastante tiempo y lo que quería hacer con la música latina era lo que Motown había hecho con la negra, abrir los horizontes del público. Hacer del ritmo un bien rentable capaz de retroalimentarse de sangre nueva influenciada por ellos mismos. Crear un efecto dominó que eternizara a la salsa como género.

El boogaloo había sido despreciado por los latinos y la salsa había estaba sufriendo las mismas críticas. Sin embargo, muchos músicos latinos y estadounidenses la abrazaron espectacularmente. Había algo diferente que llamaba la atención a ambas escuelas y que terminaría abriendo los sonidos del bongó y los timbales a una generación de jóvenes que se entregarían a lo afrocaribeño sin límites. Uno de estos ejemplos era el mismo Masucci. Otro era Larry Harlow. Y antes que ellos el mismísimo Dizzie Gillezpie.

Desde el principio Johnny Pacheco supo que las presentaciones en vivo eran fundamentales para la expansión de su firma por lo que no tardó en definir a la Fania como un grupo al que no sólo había que escuchar, sino que era obligatorio ir a ver.

Pacheco mismo había dado un concierto en la Feria Mundial de Nueva York de 1964 y sabía muy bien los resultados que esto había traído. La diferencia entre que te oyeran y te vieran. Así que a medida que su equipo de artistas fue creciendo Pacheco creó un vehículo promocional para todos ellos a los que bautizó la Fania All-Stars —Todos Estrellas— en 1968.

Virtualmente un súper grupo, los dos primeros discos de los Fania All-Stars incluyeron la grabación en vivo de un jamming en el bar Red Garter —actualmente el Bottom Line— editado como “Live at The Red Garter Vols. 1-2” en el que los artistas invitados fueron Eddie Palmieri y Tito Puente. Masucci, notando que las ventas no resultaron todo lo que esperaba fuera de Nueva York, decidió hacer otro concierto, pero esta vez lo filmó para distribución a nivel internacional. Y el 26 de agosto de 1971 grabó el segundo disco de Fania All-Stars en el club Cheetah (hoy los S.I.R. Studios). La película del concierto —un documental al que llamó “Our Latin Thing” tuvo los resultados que esperaba y diseminó su trabajo por Latinoamérica y el Caribe casi inmediatamente. Años más tarde el documental sería reeditado por Columbia Pictures bajo el nombre “Salsa”.

A raíz de estos dos discos y la película, los miembros de Fania —cada uno haciendo sus carreras como solistas— entraron en la época de oro de la salsa, grabando discos que se convertían en oro y platino de la noche a la mañana y llegando a llenar primero clubes, después teatros y más tarde el sueño dorado de muchos artistas, el Yankee Stadium.

Pero como nada dura para siempre, con la llegada de los ochenta los efectos de la expansión de Fania tuvieron un efecto contraproducente. La búsqueda de raíces por parte de los músicos latinos se extendió a otros ritmos latinoamericanos. Esto, sumado al éxito y el abuso de las drogas y el alcohol por parte de algunos de sus miembros, empezó a carcomer las bases de la generación de relevo que la salsa soñaba con desarrollar.

Con el cambio de década los gustos se expandieron y hasta cambiaron por completo. Los muchachos que eran la base del negocio de Fania crecieron, y con la adultez bajaron las compras de discos y de tickets a los conciertos. Además de esto, la caída del disco y otras corrientes alternas llevaron a la clausura de clubes en todo el mundo. Y para colmo, otras casas disqueras empezaron a ofrecer sumas sin competencia a los artistas de Fania, que no tuvo otra opción sino verlos partir.

Para finales de los ochenta la salsa estaba en crisis. Incluso sus fanáticos más aguerridos se habían movido a nuevos ritmos —el merengue y la balada romántica— que acaparaban la audiencia de las estaciones de radio y ahogaban a Fania como negocio.

Cuando Jerry Masucci murió en 1997 apenas mantenía con vida a Fania, aunque la misma en realidad sólo servía para sacar el disco periódico de Celia Cruz o para hacer reediciones de discos anteriores. Sus intentos por revivirla con el nuevo boom de la música cubana a finales del siglo XX fueron un fracaso.

Pacheco y Sanabria aún aparecen en alguno que otro concierto periodico de los Fania All-Stars, pero ya no es lo mismo a pesar que la salsa ha tratado de mantenerse con vida a pesar de la pérdida de sus más grandes influencias. No Johnny Pacheco o Rubén Blades o Willie Colón sino Led Zeppelin, Kiss y Iron Maiden. Bandas que no enseñaron a la salsa cómo hacer música, sino a cómo venderla.

En un reciente concierto en el Madison Square Garden esta pérdida fue más que obvia. Gilberto Santarosa —un miembro de la nueva generación de salseros— y Juan Luis Guerra —un producto de la búsqueda de raíces musicales post-Fania— compartían la cartelera. La ejecución fue impecable. El sonido mejor o igual que en cualquier legendario concierto de la Fania. Pero el espectáculo no existe. Como la mayoría de las salas de concierto del planeta, el Madison no está hecho para bailar. Las sillas estorban en todos los frentes por lo que lo visual debe sobresalir. Si no se puede bailar, el espectáculo debe sustituírlo con algo más.

Por un momento deseé ver a Lavoe bajando del cielo gritando “Mi Genteeee…”, pero no sucedió nada. Era como escuchar la radio, pura música, nada que ver, y tras un par de bostezos simplemente quise volver a casa a escuchar mis viejos y ahora legendarios LP. Algunas de cuyas carátulas —sobre todo las diseñadas por Sanabria— son un mejor espectáculo que todo lo que Guerra y Santarosa pusieron en el escenario ese día.

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